Sunday, December 4, 2016

¡LA MEJORADA A LA VISTA!. PRIMERAS IMPRESIONES Y SENTIMIENTOS, por Faustino Martínez (IV)

Pasados unos diez minutos de viaje encima del remolque que avanzaba lentamente por aquel camino polvoriento [ENLACE A CAPITULOS PREVIOS EN LA PARTE INFERIOR], alguien señaló:  

- ¡Ya se ve…ya se ve…. allí está La Mejorada!.

Todos miramos hacia delante intentando ver el mítico Colegio. A lo lejos se divisaba el edificio en un paraje solitario y aislado. Sobre su tejado podía leerse pintado con grandes letras: “La Mejorada. PP. Dominicos”.


Inicio de la cerca del recinto de La Mejorada, por su lado sur  (Foto del autor)
Poco a poco ante mí se iba imponiendo y agrandando la silueta de un alto edificio.

Una larga cerca ocultaba unas tierras que pertenecían al Colegio. Yo escudriñaba desde el remolque esperando ver los verdes campos de futbol. Pero tan solo me percaté de unas porterías de madera, sin red. El campo de futbol verde, como yo me lo imaginaba, no existía. Era llano, pero lleno de guijarros.
         
El tractor con su remolque cargado de gente paró ante una vistosa puerta de piedra. Allí nos bajamos y esperamos durante unos minutos al lado de nuestras maletas. Yo seguía mirando, cogido a mi padre, la larga cerca y los alrededores a ver si veía a alguno de mis amigos de Llastres. Pero no los encontré en aquel momento.

El Colegio estaba dentro de una cerca que le rodeaba por todos los flancos. Observé unas enormes paredes elevadas. Eran los frontones. Me parecieron estupendos para jugar a la “manotada”, como decimos en Asturias. A mí se me daba bien el frontón cuando jugaba contra la rugosa pared en el pórtico de la Iglesia de Llastres. Pero aquellos parecían mucho mejores y estupendos. Sin embargo, me resultaba difícil comprender cómo podría botar bien una pelota en aquel suelo de guijarros.

De mis observaciones y pensamientos me sacó la llegada de un Padre Dominico vestido de blanco impoluto. Se dirigió a aquel primer grupo de la mañana que esperaba con sus maletas delante de la entrada en el recinto del Colegio. Era el Rector del Colegio. Me llamó la atención la forma especial un tanto afectada que tenía de tocar las palmas de las manos como inicio de una orden. Luego supe que era el P. Andrés Villarroel. Todos escuchamos sus palabras de bienvenida y las indicaciones para ir al comedor del colegio a tomar un poco de desayuno y subir a los dormitorios para asignarnos nuestras camas.

Aquella primera orden me hizo experimentar que ya entraba dentro de unas normas y disciplina que limitaría mi libertad durante muchos años. Me dio la impresión de que comenzaba a depender de aquellos buenos frailes más que de mi familia. Y de nuevo aquel sentimiento desconocido para mi hasta entonces  comenzó a acrecentarse en mi interior. Era lo que los “veteranos” llamaban “murria”, y los asturianos denominábamos “morriña”.

Aquel viaje físico había terminado. Comenzaba para mi otro viaje mucho más largo y apasionante del que creo fuimos unos “privilegiados” en aquel momento de nuestras vidas.

La “murria” se fue acrecentando y se apoderó de mi. Aquel estado de ánimo nunca experimentado por mi me fue embargando conforme pasaban las horas. Era un sentimiento inédito en mi alma que me quitó las ganas de comer. Mi padre se dio cuenta de mi tristeza.

¡Bueno… ya estás en el Colegio y ahora tienes que quedarte y aprovechar bien el tiempo…!. – Me dijo mi padre como queriendo que asumiera valientemente la realidad en la que ya estaba sumergido.

Me di cuenta que aquel viaje no era una simple excursión, sino que me tenía que quedar allí. Al oír a mi padre que me tenía que quedar aumentó más en mi el sentimiento de “morriña”. Todavía no se había ido de vuelta para Llastres y yo ya no quería separarme de él y quedarme allí solo durante un año.

Creo que en el fondo de mi subconsciente siempre se mantendría un eco de aquel sentimiento mientras estuve alejado de mi familia y de mi tierrina. La evidencia de la separación de mi padre, su marcha, la lejanía de mi gente, la perspectiva de tener que quedarme allí durante todo un curso sin verlos, fue calando en mi según avanzaban las horas.

A mi amigo Andrés y a Ángel Lleral (“Yondrín”), por mucho que miraba a ver si los veía, no logré divisarlos. Eran del curso mayor que los recién llegados y deberían estar en algún salón. Nosotros éramos los recién llegados y tenían que situarnos en nuestros dormitorios y transmitirnos las primeras instrucciones sobre el funcionamiento del Colegio.

¡Ya estaba en La Mejorada!. ¡Aquel era el Colegio al que yo quería venir!. Pero no todo era como mi imaginación adolescente, casi infantil, se lo había imaginado.

Mientras me adentraba con mi padre y los demás por las estancias de aquel edificio atravesamos un claustro interior ajardinado y presidido en su centro por una fuente con cuatro caños.

Entrada del antiguo Monasterio de La Mejorada (Foto del autor)
Una galería bastante destartalada, al menos en su techumbre, nos acogió con un olor a cocina y a wateres poco ventilados. Entramos expectantes en un largo comedor donde nos sirvieron un poco de leche con un buen mendrugo de pan. Intenté beber un poco de leche por indicación de mi padre. Pero mi estómago no lo aceptó. No desayuné.

Como tantas veces he dicho, de niño siempre había sido un mal comedor  dándole muchos disgustos en este aspecto a mi madre. Pero aquello, aquel líquido blanquecino que se nos ofrecía en un vaso metálico no me sabía a leche. Estaba acostumbrado al sabor de la leche asturiana recién ordeñada de las vacas de mi tío Benigno, en la aldea de Lluces. Sin embargo la principal causa de aquel rechazo inicial no era tanto por el sabor de aquellos nuevos alimentos. Era la “morriña” quien me impedía tomar nada y me había quitado las ganas de comer. Mi padre se dio cuenta de que no probaba bocado.
¡Tienes que comer…. manín…! ¿Qué le digo a to madre…. si no comes…?.

Yo no decía nada pues estaba embargado por mi sentimiento de morriña. No podía, ni me atrevía, ni quería decirle a mi padre que me llevara otra vez de vuelta para Llastres. Parecerá increible, pero asumía las consecuencias de aquel viaje y todo cuanto implicaba de tener que quedarme allí. Otros niños lloraban a moco tendido sin consuelo al lado de sus padres. A mi me querían saltar las lágrimas, pero estaba dispuesto a resistir. ¡No podía decirle a mi padre que me llevara de vuelta”!. ¡Aunque lo deseaba con toda mi alma, no quería pedirle tal cosa después de tanto sacrificios, gastos e ilusión!. Mi padre se daba cuenta perfectamente de mi estado de ánimo y trataba de animarme diciéndome que en pocos días iba a hacer nuevos amigos, y que allí estaban Andres Cuevas y  Ángel Llera (el “Yondrin”) y que no me quedaba solo.

Salimos del comedor. Yo sin desayunar absolutamente nada por la morriña. Esperamos en una galería cuyo olor dominante que siempre detecté en ella desde aquel momento, era una mezcla de olor a cocina, a pescado frito y olor de water mal limpiado.

Pasado un tiempo, desde la galería subimos las maletas con la ayuda de nuestros padres hasta el dormitorio. La ascensión me pareció interminable hasta el piso más alto del edificio. Las escaleras estaban muy desgastadas de tanto subir y bajar generaciones de alumnos que allí habían estudiado – por lo que luego supe -  desde el año 1912.

El Padre Dominico que nos acompañó nos fue asignando una cama en el dormitorio corrido del piso superior. Entre cama y cama tan solo había cuarta y media de separación. En aquel dormitorio corrido habría unas cien camas. Eran metálicas, con un buen colchón de borra y muy limpias. En uno de los extremos del dormitorio se ofrecían adosados a la pared unos diez lavabos con sus correspondientes grifos de agua y espejos que tendríamos que compartir cada mañana. Mi cama estaba al lado de la última ventana de aquel dormitorio y cerca de una de las puertas de entrada al mismo. A la derecha de mi cama situaron a un chico de Burgos. Lloraba desconsolado al lado de su padre. A mi izquierda colocaron a otro chico de Villa de Cavia, (Burgos) llamado José García. Adosado y separado por una pared de nuestro dormitorio que estaba abarrotado y apretujado de camas, había otro pequeño dormitorio donde colocaron a muchos chicos de la Cuenca Minera.

Debajo de nuestras camas colocamos las pequeñas maletas. Eran el único rincón íntimo personal y familiar que me quedaría. En la maleta estaba toda la ternura de mi madre que la había llenado con lo mejor de sí misma y con lo que buenamente había podido meter en ellas. Cada vez que la abriría me daba la sensación de que allí me encontraba con ella.


Con ayuda de mi padre saqué de la maleta los primeros objetos y ropas personales y me familiaricé con aquel único espacio vital privado en el que me encontraría cada noche antes de acostarme. Conforme desplegaba la maleta y tomaba posesión de aquel reducido espacio vital, de aquella pequeña y limpia cama, la morriña continuaba tomando posesión “in crescendo” de mi estado de ánimo. La cabecera de mi cama daba al sur y desde aquella amplia ventana divisaba Olmedo y el interior del Claustro-jardín del Colegio.

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